Leo el último párrafo de la contratapa de Página/12 del sábado 5 de mayo: la puta, ¡Qué duro! pero cómo te cincela a mazazos el marulo Sandra Russo. Sandra habla de una niña de la calle que conoció y falleció por hambre en esta ciudad, a los once años. Finaliza su reflexión: "...¿Con qué derecho vivimos nuestras vidas de Wi Fi y msn mientras hay estómagos pequeños que se retuercen de jugos gástricos y vacío?..."
Me angustio hasta la desesperación: soy un sobreviviente; soy un pibe de barrio, nada más.
El problema es que ese grupo social casi extinto, del que declamo pertenencia; es la lápida de lo que alguna vez se llamó clase media, clase obrera o gente del común (que no es lo mismo que gente vulgar).
A veces pienso que la gente como Sandra, son intelectuales de élite que movilizan conciencias que no necesitan ser movilizadas, porque siempre estuvieron atentas. Entonces me pregunto, como solía hacerlo en el ámbito académico, cómo se llega a la gente común, al pibe de barrio que tanto tipo/a sano tiene adentro y el Gran Hermano y Tinelli le nominaron las neuronas y sentenciaron el pensamiento...
¿Qué es un pibe de barrio? En principio, a lo mejor muchas veces, un boludo grande como yo: lo de "pibe" no connota ni denota nada, es solo el mote cariñoso que liga la niñez de estos tipos con un origen de barrio porteño. El pibe de barrio tiene alguna o muchas de estas facetas, veamos.
Su querencia afectiva está marcada (como un fiel perro meador) en un radio indefinido de acotadas manzanas, que no reconocen los límites formales de la guía Filcar, ni la Dirección de Catastro; el paso del tiempo y las circunstancias que puden llegar a alejarlo del lugar, no atentan contra sus hábitos, sus afectos ni su memoria: el pibe de barrio conoce su origen y, lejos de renegar de éste, es motivo de orgullo. Una y otra vez vuelve a esas veredas donde comprará los fasos al circunstancial propietario del kiosko de siempre; donde lo saludarán añosas vecinas que supieron cagarlo a pedos de chico, donde encontrará por una casualidad provocada a ese amigo del que tan poco supo en los últimos tiempos y se deben tanta charla... Siempre se lo puede encontrar en el club, trenzado en un partido de truco, papi o simplemente tomando un vermouthcito, mientras garronea el diario en el bufet. El pibe de barrio no tiene edad: de veinte, cuarenta o sesenta, comparte los colores de la pasión deportiva local, el anecdotario, el boca en boca, los mitos...Y aunque la vida lo haya corrido algunas veces más o menos lejos, siempre encuentra la escusa para volver, porque se corta el pelo en el mismo lugar, donde Rubén, el hijo de Vicente, heredó esa profesión sin que nadie sepa el apellido de la dinastía; porque encarga el fascículo donde el canillita encaneció pero conoce nuestros hobbies o pasiones y siempre rescata ese ejemplar, porque la pilcha va siempre a "Tokio", donde el secreto de la tintorería limpia mejor (porque no te cambia al "ponja" por ningún franchising pedorro); donde los tilos y los aromos huelen más intenso; donde los jazmines de la primavera, su fragancia, el contacto con las paredes amigas o las ochavas cómplices, nos rescata a menudo de los tiempos huecos... las épocas grises. El pibe de barrio se pavonea por esas calles con las novia de turno; le cuenta mil anécdotas a sus hijos en largas caminatas; o se ahoga de muzzarella, cerveza y risas con los muchachos de la pizzería de toda la vida.
El viento de la vida sopla en el barrio, y desparrama a sus hijos por los cuatro puntos cardinales, aunque algunos quedan aferrados tercamente de por vida; pero el pibe de barrio nunca se va, siempre está volviendo, como en una sacra peregrinación donde renueva votos de fidelidad con su origen, su clase, su lugar... Muchos partieron a una sórdida nube de pedos en la estratósfera del status a bordo del cohete de Ménem, pero en el fondo nunca compartieron los rituales ni la alegría de pertenecer a este lugar de semejantes sin más jerarquías que las morales, siempre renegaron de su origen y partieron en busca de una cultura diferente. Otros apostaron mal y perdieron, y hoy engrosan las filas del país de cuatros de copas sin identidades propias, que necesitan vivir sus vidas espiando a la "caja boba", con la mente embrutecida y los malos hábitos de los miserables últimos lustros.
Yo creo que nunca me fui del barrio, ese que podría ser el tuyo o el de aquel; porque no se trata de un lugar en el mundo de los geógrafos, sino de un lugar en el mundo del corazón, esa víscera donde en el barrio todavía pensamos que habita el alma, y que se estruja de dolor cuando lee crónicas como las de Sandra Russo.
Dedicado a "José", el sodero de mi barrio, que hace un par de años volvió a tocar mi timbre cuando exorcisé los espantosos sifones de plástico de los super del 1 a 1.
Desde hace 48 años (más de los que llevo sobre esta tierra), José arremete cada mañana con el recorrido que llevará su reparto por los confines de Villa Luro, Villa Real, Monte Castro, Floresta, Devoto y Versailles. Antes, en la antigua sodería de Elpidio González y Virgilio, hoy en Panizza; siempre asoció su pregón a mi existencia: acarició mi cabecita de pendejo, fue la palmada amiga de mi adolescencia o el bocinazo de mi adultez... nunca cruzamos más que algunas palabras y vagas impresiones; pero él atesora secretos y recuerda confesiones, como mi perdición por los casi extintos "carcasa de aluminio", que son los que mejor se enfrían en los veranos tórridos... ¡salú la barra!
Así como el asfalto esconde al viejo empedrado de las calles, la historia oficial esconde ese empate de olvidos y recuerdos que forman la memoria colectiva de nuestro damero urbano. Este weblog de voces múltiples nos habla de un espacio en común habitado por mundos a descubrir ¡vamos a andar!
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