
Nos tomó de sorpresa. Al igual que la feroz granizada del 26 de julio de 2006, los meteorólogos de turno se vieron desbordados y se limitaron a los comentarios; como los periodistas deportivos, que son profetas a posteriori. Mi asombro duró tanto que recién hoy pienso sobre aquel día.
Fue el 9 de Julio, el día de la Independencia; fue en el marco de un invierno de aquellos que la ciudad ya no recordaba por lo crudo.
El cielo capitalino pudo esperar desde 1918 y lo que grabaron las retinas de niña de mi abuela, se convirtió en una postal a colores de mi adultez de porteño.
Como si Tim Burton nos contagiara de la magia de su joven manos de tijera; la tarde de este día memorable se fue vistiendo de heladas, tiñendo de aguanieve hasta cubrirse con una copiosa e inequívoca nevada que nos transportó a los grandes, a la fascinación de los niños; que nos alejó algunos instantes de las tristezas y miserias; de las incertidumbres, de la euforia "PRO", de toda carencia, porque por algunas horas nos apropiamos colectivamente de sonrisas que tornaron en euforia, risas y hasta lágrimas... quizás por un momento se nos ocurrió que todo es posible; quizás siempre fue así y solamente se nos había olvidado.
La noche nos acurrucó con su frío manto de gratuito goce colectivo y la mañana cristalina nos descubrió en una ciudad distinta: blanca de nieve, como allá, en el primer mundo: que la inocencia nos valga... en todo sentido.
