viernes, enero 20, 2006

Aquellas baldosas vainilla

Mi barrio feliz
Hay un barrio que es un poco mío. Un barrio de veredas anchas sembradas de baldosas vainilla; tapizadas de frondosos plátanos que cuchichean en el viento de las tardecitas de verano, y tienen olor a ropa húmeda después de las largas garúas del otoño.
Mi barrio feliz tiene poco tránsito, para no interrumpir a cada rato los picados multitudinarios; donde al grito de ¡auto!, o ¡gente!, se preserva la vida y se cultiva la educación. Es un barrio de poco ruido callejero y mucha cháchara de máquinas que ronronean o se quejan cada tanto, tras las gruesas paredes de las muchas fabricas pequeñas que emplean a los brazos y destrezas del barrio; o desde fondos vecinos, prósperos de talleres domésticos que conviven con la quintita, el jardín y los últimos gallineros. Son ruidos que hablan de un tiempo laborioso.
Las gentes de mi barrio feliz se conocen. Son como las de cualquier otro lugar; las hay excelentes, las hay del montón y las hay de las otras; son gente común, que tiene los laburos, profesiones y rebusques más diversos: algunos tienen más filo que otros, algunos la pasan mejor que otros... algunos son más vulgares que otros; pero todos conviven en una cómoda calidez de identidades compartidas... las que forja el barrio.
En este barrio feliz, todos los chicos van a dos o tres escuelas: esta la chiquita, municipal; la grandota, más moderna, del Estado y la de la parroquia, el colegio de curas o monjas... los chicos van de una a otra buscando su mejor lugar; pero en realidad todo es más o menos lo mismo: los chicos, pudientes o no - que no es lo mismo que ricos o pobres -, son chicos de barrio; los maestros, más o menos legos, son maestros de barrio; los curas, más o menos modernos, son curas de barrio; y lo mejor... ¡qué es bueno que así sea!, porque mi barrio feliz todo lo empareja para arriba... En este barrio feliz hace un generación que los chicos no trabajan hasta que son hombres.
La gente de mi barrio feliz, tiene sindicato; obra social; prepaga y, a veces, ¡hasta efectivo! Pero no hace falta: el hospitalito del barrio los cura a todos; y los médicos que el barrio ha dado, en él se han quedado... y no olvidan.
Las nochecitas de este barrio feliz comienzan con las notas del pregón de los vespertinos – la sexta de Crónica o La Razón –; al compás de los pasos ágiles del canillita amigo, que va de cabotaje por cada umbral donde los vecinos amontonan sillas para compartir el fresco y el descanso, y las guardan obedientemente luego de disfrutar largas tertulias... o largos silencios. Los más jóvenes paran en alguna esquina o el escalón favorito – que no falta en ninguna cuadra –; después patean largos trechos filosofando sobre sus sueños y las verdades de una vida con pocos grises – esos que trajeron la peste del “no te metás”-, y vuelven a casa justo antes que nadie se preocupe. El piberío corretea, anda en bici y juega bajo miradas atentas, pero de riendas largas... en mi barrio feliz no acechan más peligros que el destino, la negligencia, y los malafamados como el cuco o el hombre de la bolsa; después, a la cama temprano. La muchachada más grande se refugia en un par de clubes donde conviven el rock y el tango, el fútbol y el patín, el romance y la amistad...
Mientras tanto, el canillita siempre liga un traguito o aunque sea un mate – la gente del barrio no sabe mucho de contagios en este rincón de iguales con libreta sanitaria y cloacas nuevas -; pero no es el único: el cartero sudoroso en el mediodía, liga su vasito de Coca; y si el sodero está en apuros, siempre hay un biorsi amigo. ¡Hasta el chofer del bondi que pasa en nochebuena, se ve detenido donde lo sorprende la medianoche, para que brinde con el barrio que le agradece su paso! : abandona el mando enfundado en su ya vetusto uniforme marrón de solapas violeta, y brinda por la prosperidad propia y la de sus desconocidos y efusivos prójimos.
Puta, ¡qué lindo es mi barrio feliz! Y lo mejor, es que se parece a casi todos los barrios que conozco... con sus más y sus menos; sus historias felices y sus miserias; sus glorias y sus tragedias; su folklore, sus duendes, sus hijos famosos y sus hijos pródigos... Barrios que albergan a la mayoría de un pueblo casi feliz, en la ciega inconsciencia de los patriarcados... pueblo con las gentes para forjar su grandeza sin brujos ni iluminados... gentes que salieron de esos barrios... y quizás se olvidaron.

Parado en una esquina que me parece tan remota y sin embargo es del mismo barrio, suspiro y me obligo a caminar hacia mejores lugares. De tanto en tanto adivino el semblante triste de los fantasmas de los umbrales: gentes que ya no están y se han llevado algo de mí; ellos no pueden emigrar, solo les queda el consuelo de la revancha que brinda la eternidad. Yo, yo solo soy un simple mortal... Por suerte, mi barrio feliz se aferró fuerte en mi corazón y en mis recuerdos, lo tengo cerca, ahí nomás, para visitarlo me basta con cerrar los ojos y correr dichoso por sus veredas desparejas de baldosas vainilla...

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