lunes, abril 17, 2006

Megalópolis: el nido (novela atroz por entregas) Parte I

LOS ACONTECIMIENTOS DE NOVIEMBRE


I

La torre, extraordinariamente negra al contraluz del amanecer, era una presencia magnífica y a la vez escalofriante. Dominaba sobre muchas hectáreas de descampado y a unos dos kilómetros se erguía un gran complejo edilicio. Este último, alarde futurista de hormigón gris, solo representaba un testimonio más de la decadencia urbana.
El complejo eran varios grupos de edificios distanciados entre sí, distribuídos en forma ligeramente semicircular con respecto al parque y su torre, que los vigilaba silenciosa y fría desde su letargo mineral.
Marcos ya no podía dormir. Desde el cuerpo C del edificio treinta y dos observaba la torre. Era aquel un amanecer espléndido. El azul violáceo se desteñía en celestes y fucsias llameantes, mientras que la creciente claridad se reflejaba ya en los critales de ambos niveles de aquella estructura gigantesca , allá a solo kilometro y medio de distancia de su ventanal. La vista del muchacho abarcó lo moderno y funcional de las edificaciones; la tristeza cansina de las gentes que se apiñaban en el premetro y la miseria sin solución de los que confinaban su vida en la villa, junto a la cual, el cañadón por el que discurría un sucio tren oficiaba de marginal frontera entre los complejos y el resto de la urbe. Al sur fluía un riacho, muerto hacía años por la polución sistemática. No había niebla aquella madrugada, cosa extraña en esos terrenos bajos.El aire era extra ordinariamente frío por promediar noviembre. No se había mostrado de todo el sol. En su radio-reloj Marcos chequeó la hora: cinco y cincuenta y ocho. Contempló la escena unos minutos más, luego giró sobre su espalda y miró el techo de su cuarto. El flash de un relámpago de inusitada intensidad desnudó las paredes y como una burbuja gigantesca e invisible, llegó hasta él el estruendo colosal de una explosión ahogada.
De un salto el muchacho se incorporó y miró hacia el exterior. Con asombro descubrió que no había signos de haber ocurrido algo extraordinario. Por la calle perezosamente se alejaba un ómnibus y las gentes volvían a amontonarse en nuevas filas, sin que hu- biese señales de cáos alguno.
Marcos aguzó la vista y siguiendo el trazado de los focos de sodio, aún encendidos, recorrió la avenida que detrás del campo de golf vecino, corría al pie de la torre. Tampoco allí había vestigios de aquel insólito esplendor y el subsiguiente trueno; no se oían sirenas, no había luces intermitentes ni se percibía señal de catástrofe alguna.
Se vistió presurosamente y aunque no entraba al trabajo hasta las ocho de la mañana, se dispuso a salir. Sus padres aún dormían y su hermana también.
Al llegar al pallier del edificio se encontró con el encargado
- Buen día don Galíndez – saludó - ¿ Qué pasó?
- Buen día, ¿dónde?
- ¿ No escuchó nada ? – inquirió el chico
- No, ni medio. ¿Por?
- Sentí una explosión. Pensé que venía de la calle – y sin detenerse por la respuesta
avanzó hasta la vereda y caminó hacia el alambrado del campo de golf. Encontró un punto en donde estaba rota la trama del mismo y se coló por ahí.
Iba por un lugar de pastos crecidos con la vista fija en la torre, ahora nitidamente recortada contra un cielo cada vez más celeste. A medida que avanzaba sobre la hierba húmeda reparó en varios detalles. Si bien aquel predio se hallaba desprovisto de árboles, solían verse bandadas de torcazas y gorriones; se posaban frente a la pequeña fuente, siempre vacía, que presidía una reunión de típicos bancos de cemento de esas modernas
plazoletas de material. Sin embargo en ese momento, el profundo silencio contrastaba con la algarabía y los trinos habituales de las aves por aquellas horas. Por otra parte, inhalando con fuerza (el frío quemaba las fosas nasales), se percibía tenue pero a la vez penetrante un vaho semejante al del ácido sulfhídrico, que él asocio automaticamente con las curtiembres y los establecimientos industriales sitos al otro lado del riacho y los agentes químicos que en ellos se utilizaban.
Controló la hora en la muñeca: seis y veinte
- Tengo tiempo- se dijo en voz alta y se sorprendió por la rapidez con que se había vestido.
Sucesivamente y en forma perpendicular al complejo, había atravesado la calle, la plaza lindera y andaba ahora por los fondos del campo de golf. El silencio era una sábana que ahogaba la histeria del tránsito y el bullicio creciente de la mañana; se acentuaba la quietud a medida que se internaba hacia el parque.
Por algún extraño motivo intuyó que no estaba solo, miro hacia ambos lados
- ¡Hola! – paralelamente a él y a unos doscientos metros, se veía avanzar a una mucha-
cha en la misma dirección.
- ¡He! ¡Hola! – tampoco hubo respuesta en esta oportunidad
Solo en ese momento se dio cuenta.. El mullido pasto verde de primavera, alto casi hasta la pantorrilla, sobre el cual había caminado todos estos metros, fue desapareciendo gradualmente y ahora pisaba una hierba amarillenta, dura como si de corteza se tratase y rapada al ras del suelo. Por este potrero lindero al campo de golf y a un gran supermercado, llegó al alambrado que lo separaba de la avenida que cerraba un costado del gigantesco predio municipal. Trepó la cerca y encaramándose en lo alto de un poste de la misma oteó al otro lado: anfiteatros, juegos electromecánicos, puestos de comida rápida e infinidad de instalaciones para el esparcimiento del público y el mantenimiento del centro recreativo. En el corazón del parque se alzaba la torre.
cruzó la avenida y superada una nueva alambrada, se internó tras unos barracones de materiales. Abundaban allí herramientas pesadas, grupos electrógenos portátiles, compresores móviles y diversidad de repuestos en cajas de embalaje.
Marcos se sentía terriblemente excitado
- Che boludo, ¿qué hacés acá? – pensó musitando – van a creer que soy un chorro
Pero el impulso que lo movió en un principio tras el origen de aquellos fenómenos que percibió desde su habitación se impuso y él apuró el paso.
El barracón erigido transversalmente al alambrado tenía unos sesenta metros de largo y terminaba casi donde el terreno se elevaba en un talud.
- Ah, el trencito – recordó el pequeño tren que recorría, llevando niños, la perisferia del parque.
Trepó y desde las vías del pequeño terraplén quedó observando boquiabierto.
A partir de la pendiente descendente del talud y cubriendo en su totalidad el suelo del centro de entretenimientos, se extendía una densacapa cenizas de color gris oscuro intenso, que parecía no tener menos de veinte centímetros de altura. Le llamó la atención que parecían tener el mismo espesor y la misma densidad en todas partes; pero fantásticamente y como esparcidas adrede, solo se hallaban sobre el suelo. Efectivamente, no había vestigios de ellas sobre los techos de las instalaciones, ni en las glorietas, ni en los juegos o sobre los árboles o bien dicho lo que quedaba de ellos, pues éstos últimos eran solo troncos desnudos, como si nunca hubiese existido follaje en esas ramas de noviembre.
Descendió con cautela del terraplén y comprobó al caminar sobre las cenizas que estaban tibias y le llegaban casi hasta las rodillas. Se desprendía de ellas un olor corrupto.
Caminó con cierta dificultad hacia el árbol más próximo junto a una estación de aerogóndolas. El color de su tronco era de un marrón violáceo y Marcos pensó que debería haber sido un paraíso o un fresno. Absorto, lo tocó
- La puta... – la corteza tenía la consistencia de una barra de azufre y el pedazo que de ella se desprendió, despedía el olor de aquel elemento.
Voces cercanas sacaron de su perplejidad al muchacho, que instintivamente se agachó
Tras un parapeto pintado de color ocre
- ¡ Vengan por aquí !
- ¿ Cúanto hace...?
- ¿ Cuando usted llegó esto ya estaba así ?
- Sí, tal cual – dos hombres avanzaban en cabeza de un grupo mayor; los movimientos torpes a causa de las cenizas, altas en las pantorrillas.
- Pero... ¿ A qué hora?...
- No sé; seis y diez, seis y cuarto quizás. Siempre empezamos a trabajar y media; mi gente...
- ¿ Había seguridad ? – el sujeto que preguntaba era evidentemente policía
- Por lo menos seis personas, tres están demorados en la administración
Se acercaban al precario escondite del muchacho.
- Tenían relevo a las ocho – agregó el hombre bajo de casco amarillo que hablaba con el policía
En el abigarrado grupo – diez a quince hombres – había cuatro policías uniformados, un puñado de trabajadores en overall caqui y un par de hombres de civil con aire de funcionarios. Se detuvieron un instante. El policía de traje azul oscuro, que daba órdenes mien
tras hablaba con el capataz, tomó un handie talkie que le acercó un subordinado
- Quiero un movil en cada acceso al parque y personal apostado en la perisferia, ¿ me copia?
- Ok señor, cambio – contestó roncamente el aparato
- Solicite también apoyo aéreo, cambio
- ¿ Dónde lo quiere señor ?, cambio
- Reconocimiento y patrulla a orden de este comando; cambio y fuera.
El grupo se puso en movimiento otra vez.
Haciendo presa de él la necesidad de huir, Marcos retrocedió tras el árbol primero y luego a cubierto de la estación de aerogóndolas. Agazapado y a paso rápido, repasó el talud y descendió a la carrera. El corazón le martillaba con fuerza en las sienes; descubrió brutalmente que el asunto era mucho más grave que el límite de lo prudente para andar curioseando. Por un instante sus pisadas presurosas tuvieron eco: a su derecha, de improviso y huyendo a toda prisa, apareció la muchacha que viera en el campo de golf.
- ¡ Eh ! -. se detuvo en seco y la vió desaparecer tras una barraca que estaba a unos treinta metros de su posición. Era rubia, de pelo ensortijado a media espalda, llevaba jeans y una campera color guinda. En su rostro no había pánico y no reparó en él.
- ¡Vos!, ¡Vení para acá! – atrás de Marcos rugió un policía corpulento, que lo miraba con la gorra en la mano.
- ¡Pibe, te dije que vengas!, ¡Inspector! ¡Inspector! – acudieron dos policías más y lo persiguieron.
Corrió desesperadamente. Llegó al alambrado; trepó habilmente sirviéndose de uno de los postes y al saltar a la avenida, se enganchó y desgarró el forro de su campera de nylon azul.
- ¡Uf! – cayó pesadamente sobre la vereda de grava y sin una razón valedera supo que no debían atraparle. Sintió pavor de solo pensar que lo alcanzacen y mientras reemprendía la fuga con miedo creciente, cayó en cuenta que no huía de los policías sino de un "ALGO” tan espantoso que le producía escalofríos. Se detuvo otro instante y parpadeó incrédulo. En un punto del cerco, vió como dos sectores del alambre entrecruzado se estrujaban como oprimidos por la fuerza de dos manos colosales, casi en el extremo superior a unos tres metros de altura. Un hálito putrefacto le arranco de esa visión terrible e hipnótica; un resuello de frustración claro llegó a sus oídos y el alambre crujió y se retorció con más fuerza. Ganó rapidamente distancia; para cuando los policías llegaron al cerco, él ya corría por el estacionamiento del supermercado al otro lado de la avenida, perdiéndose entre los camiones proveedores y el movimiento de la gente de expedición.
- Estaría cirujeando – sentenció el oficial y desistieron de seguirle.
Una muchachita rubia de ojos almendrados pasó caminando por la vereda con una mochila escolar sobre su campera color guinda. Mascando chicle con aire distraído, tomó un trocito de tela azul del alambre y mirando de soslayo a los tres policías surgidos entre los arbustos cerco de por medio, apuró el paso. Uno de ellos hubiese jurado que pese a su aparente indiferencia y tranquilidad, la chica transpiraba profusamente. Eran las siete y dos minutos...

Continuará...

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