martes, abril 25, 2006

Megalópolis: el nido (novela atroz por entregas) Parte III


I I I


Carlos Azcuénaga estaba realmente conmocionado. Ni bien cortó la comunicación con Corradi, se apoltronó en un sillón y luego de varios minutos llamó sucesivamente al ingeniero en jefe, al de mantenimiento y al de operaciones del parque de diversiones. Luego hizo buscar al comisario a cargo del operativo y recibió por unos instantes al coronel retirado, que regenteaba la agencia de seguridad privada que brindaba servicios a la muicipalidad. Este último salió presuroso con su segundo a hacer un reconocimiento del terreno.
- Recuerde que lo necesito cuando llegue el intendente – indicó al militar
- Tardo veinte minutos – repuso éste – quiero formarme una idea de lo que ocurrió ahí – abandonó la oficina seguido marcialmente por su ayudante.
Azcuénaga suspiró profundamente. Recordó al consejal Santillán aguardándole en la oficina contigua.
- ¿ Cómo mierda supo ? – pensó en voz alta y recordó a Ubaldo, un técnico del equipo de Kurt que recomendara tiempo atrás el mismo Santillán.
Por un instante envidió al intendente. ¿Cómo podía aquel desentenderse de sus ex correligionarios políticos, sin inmutarse por ello?. La estructura entera del municipio nació de la administración anterior y Azcuénaga, un funcionario de segundo orden, no podía olvidar su pasado y a su partido con la misma sencillez con que Corradi lo había hecho. De oscuro contador nómade en pequeñas empresas, le había sido confiada la administración del centro de recreación y diversiones más grande y moderno de esta parte del
continente. Había llegado a la cabeza de “Metropolilandia” sin hallarse contaminado por los vicios de la política y su gestión, franca y eficiente, había recibido la confianza de Corradi quien lo había nombrado en primera instancia por recomendación del partido; pero por sobre otras consideraciones, lo respaldó por tratarse de un desconocido y percibir que aquel cargo colmaba las aspiraciones financieras y toma de responsabilidades que el contador estaba dispuesto a afrontar: allí se quedaría y no estaría jodiendo.
No quería intrigantes en sectores perisféricos de su administración, ya bastantes había en los diez pisos del palacio municipal, pero ahí todo estaba bajo control; las dependencias alejadas eran más difíciles de controlar.
Azcuénaga se debatía entre lo promisorio de respaldar al increiblemente hábil Corradi o refugiarse en la paternal seguridad de su partido, en malas relaciones con éste último.
- Guzmán, dígale al consejal Santillán que en media hora lo recibo en compañía del intendente – sopesando la situación, se dijo que era una buena oportunidad para demostrar una cierta lealtad a su jefe.
- Ok, le voy a servir café – contestó el intercomunicador
Mejor así, pensó el administrador, no quería verse envuelto en problemas si cedía a las presiones del consejal; Corradi ya sabría como manejarlo.
Repasó mentalmente la última hora y media y se sacudió la incómoda sensación que le sobrecogía desde su arribo al parque esa mañana. A las seis y veinte lo había llamado nervioso y alterado el encargado de mantenimiento del turno matinal, este tal Ubaldo, que le rogó fuese inmediatamente pues había ocurrido un siniestro tipo incendio o algo por el estilo; varias personas no aparecían por ninguna parte y concluyó sus palabras diciendo que “...aquello era un desastre total”. Azcuénaga, que había dejado de afeitarse para atenderlo, reaccionó lo mejor que pudo
- No permita ingresar a nadie más al complejo; llame a Kurt y de aviso a la policía que yo ya salgo para allá – fueron sus indicaciones.
Temeroso ante lo inusual, punzado por la ansiedad, solo demoró veinte minutos en llegar atravesando la ciudad, favorecido por el escaso tránsito en esa dirección por aquellas horas. En Metropolilandia fue recibido por el jefe de capataces que ya había llegado.
Estaban con él, Ubaldo y un comisario de poblados bigotes y traje azul cruzado. Reconoció al primero como Kurt, “el alemán”; bajo, grueso, pelo blanco rapado y ojos azules de mirada torva. Este hombre huraño que pisaba los setenta era reconocido por sus conocimientos en juegos electromecánicos, quizá el mejor en lo suyo en esta parte del globo.
Otros dos empleados ejecutivos estaban con ellos: el jefe de personal y el de tesorería. Fueron presurosos los saludos y las presentaciones
- ¿ Qué pasó ? – ni bien apeadodel automóvil no percibía confusión ni siniestro alguno.
- Venga por favor – sugirió el policía
El grupo se encaminó por el acceso principal, un ancho sendero de grava multicolor formando diversos diseños sobre el suelo, ornamentado por farolas a ambos lados. El alemán hizo gestos con los brazos
- A verr, Andrés, Jorge, vengan. Ubaldo vos con los tuyos también
Reunidos sus hombres, siguieron a los funcionarios. Con ellos iban de uniforme cuatro policías.
El acceso conducía al centro mismo del predio, presidido éste por una gigantesca fuente
de aguas danzantes. Varios lagos artificiales rodeaban a este lugar desde donde se llegaba a los distintos sectores de juegos y kermeses, dispuestos en forma circunvalante y conectados por senderos a través del prado. Frente a la fuente central se alzaba la torre.
- Estoy montando un cerco, el suceso es reciente y parece intencional – anunció el oficial mientras avanzaban
Dividiendo la circulación del sendero principal se levantaba una hilera de setos altos, intercalados con bancos de cemento y cestos para papeles. A ambos lados y simulando graciosos hongos se alternaban altoparlantes, mudos en ese momento. El talud llegaba al acceso en la medianía de su extensión y las vías del trencito sorteaban al mismo en un puente de unos cuatro metros de altura, rematado por una glorieta de cemento. Desde el sendero, el terraplén hacía las veces de una muralla y ocultaba a los caminantes la parte principal del parque. Retomó la palabra el comisario
- La tesorería no fue violada me confirmó su gente; los tres hombres de seguridad que esperan en la administración, aseveran que a las seis establecieron contacto los puestos de vigilancia entre sí, sin registrarse ninguna novedad...- tomó aire – No se vió nada, no se escuchó nada...
En ese momento pasaron bajo el puente y el administrador se quedó paralizado
- Dios mío, ¿que ocurrió aquí?
Contrastando con el bien forestado y colorido tramo del complejo que habían recorrido, no se hallaban a partir de ahí rastros de vegetación ni parquización alguna. Todo parecía inmerso por el opaco gris de las cenizas.
- ¿ Qué mierda es este olor ? – inquirió Azcuénaga asqueado y con un pañuelo se tapó la nariz y la boca.
- No sabemos- le dijo Kurt, también confuso – evidentemente restos de combustión o deflagración de algún material – aventuró
Los tres caminaban ahora a la cabeza del grupo, que avanzaba con cierta dificultad a través de la masa gris.
- Hemos echado recién un vistazo, no quisimos tocar nada sin la presencia de la policía y la autorización de los peritos – informó el capataz
- Los juegos no presentan daños visibles, exceptuando la pintura – agregó frunciendo el entrecejo
Efectivamente, ésta se hallaba quemada hasta ampollarse, como si el calor hubiese surido de la base de las estructuras hacia arriba. Una inspección visual más detenida, permitió comprobar los daños más importantes en componentes no metálicos, sensibles a cierta temperatura.
- No entiendo – comentó Ubaldo a Kurt – es como si los diferentes componentes estructurales hubiesen sido expuestos a diferentes temperaturas
En efecto, no había sentido en aquella pintura ampollada, esmalte sintético con seguridad, y la fibra de vidrio y p.v.c. no consumidos, o plásticos y acrílicos apenas deformados; no lo había en apariencia al menos.
Ahora el comisario interrogaba al jefe de capataces, le seguían de cerca dos polícias más
-Inspector! – el uniformado que caminaba más próximo al comisario giró la cabeza, respondiendo al llamado que provenía de la parte posterior de una estación de aerogóndolas. Corrió hacia allí arma en mano. Se produjo un pequeño revuelo cuando éste y dos o tres agentes más intentaron atrapar a un merodeador.
El comisario, que se había detenido, hablaba por su handie talkie; pero Azcuénaga continuó avanzando sin prestar mayor atención. El calvo contador experimentaba la sensación de quien inspecciona su casa luego de hallarla saqueada.
- ¡Guillermo! – uno de los hombres de civil se acercó presuroso apartando ceniza con las manos. Guillermo Satrglia, jefe de personal, era amigo personal del administrador. Junto con él curso los estudios secundarios y contaba a la sazón con cuarenta y cinco años. Se detuvo junto a su amigo que se frotaba las manos por el frío ilógico de esa mañana
-Guillermo...la gente – había angustia en su voz – ¿Qué pasó con la gente?
-Mirá Carlos, el milico de la agencia me habló de siete custodios fijos y tres de ronda – explicó – Kurt encontró a los tres de las garitas de la parte de adelante del parque cuando lo llamó Ubaldo, estaban completamente en bolas de todo
-Pero tienen que haber sentido algo, ¡mirá lo que es esto! – Azcuénaga señaló la escena con su brazo
-Se avivaron que no estaban los demás cuando alertó la gente de mantenimiento – concluyó Satraglia
-¿Los lamaron por radio?-
-Sí, pero en la frecuencia de ellos no contesta nadie -
-¿Se revisó todo el terreno? – insistió esperanzado
El jefe de personal se mostró impotente y acongojado a su vez
-Carlos, las cenizas llegan hasta el linde con el riacho negro por lo que parece y se extienden casi a lo ancho del parque, son dos kilómetros cuadrados y lo que haya ocurrido, esta gente presume que fue en un lapso de dos o tres minutos...¿dónde podrían llegar? – puso una mano en el hombro del administrador – Tienen que estar acá – afirmó
-Esforzándose por la altura y densidad de las cenizas en ese sector, llegaron hasta ellos el comisario y el otro oficial.
-Van a tener que buscar restos humanos – les declaró Azcuénaga y dicho esto desanduvo el camino cubierto de ceniza aún caliente, que hedía a podredumbre más que antes...

Continuará...













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