domingo, julio 02, 2006

Megalópolis: el nido (novela atroz por entregas) Parte XII

XII

Cuando las sombras de la noche dejaron paso a la bruma de la mañana, la nube de escombros fue disipándose y el polvillo continuó depositándose sobre ese suelo tibio y palpitante.
Luego un viento gélido sopló aumentando su intensidad; hubo ráfagas de hasta cien o ciento treinta kilómetros por hora, durante una media hora; más tarde, súbitamente calmó, revelando un día claro y despejado. El color del cielo, sin embargo, era de un celeste plomizo, agrisado. La temperatura se elevó gradualmente y hacia las diez de la mañana no parecía haber ninguna otra actividad relacionada con la insólita erupción, sólo se veían las secuelas.

Desde los móviles de observación de la prensa y vehículos de algunos curiosos -detenidos a quinientos metros por el cordón policial-; desde las azoteas de los edificios a una veintena de cuadras; o desde la ribera opuesta al riacho que lindaba al parque por detrás; la escena era irreal. En derredor del perímetro del parque, se había alzado una barricada rocosa, como si de un collado de montaña se tratase, escarpada y de unos diez metros promedio de alto. La torre, trunca y chamuscada en un ángulo poco pronunciado, era un extraño muñón que sobresalía de esa empalizada; el observatorio, sus gigantescas antenas, ya no existían y la estructura que originalmente era de un color aluminio resplandeciente, estaba ennegrecida como una vieja chimenea de quema de residuos.

Duronea no permitió avanzar a sus hombres. No había comunicación radial con el interior del parque.
-Necesitamos una mejor perspectiva - dijo - Robacio, mande un par de hombres a las azotea del complejo oeste y ahora sí pida ese helicóptero
Cuando los hombres de la policía se posicionaron en las azoteas de los edificios evacuados la noche anterior, ya había camarógrafos y fotógrafos escudriñando y escrutando con los más potentes teleobjetivos. Lo que se podía ver del interior del parque era casi monocromático, en grises opacos, ocres apagados y marrones suaves: salvo la sección tronchada de la torre, no quedaba en pie estructura alguna reconocible. No había signos de presencia humana alguna.
- Ahí va la máquina - señaló en tierra Ruiz a sus superiores, mientras un helicóptero evolucionaba sobre ellos
- Alcánceme una radio en frecuencia con el aparato - ordenó Duronea
Se acercó un hombre de comunicaciones y le tendió un micrófono que con un cable input enrulado se unía a un potente transmisor.
- Gazelle 022 ¿Me escucha?, fuera
- Lo tomo fuerte y claro
- Reporte al aire todo lo que vea, fuera
- Ok, lo primero: no tengo instrumentos
- ¿Cómo?
- El instrumental; no tengo información de altímetro, del navegador, de temperaturas de los fluídos de rotores y turbina, nada de nada. pero solo pierdo las lecturas cuando sobrevuelo la zona afectada, fuera
- ¿Cómo se explica?
- Quizás una interferencia geomagnética,una gran masa metálica sobre el terreno o ligeramente bajo la superficie del mismo; no sé. Igual el aparato responde - añadió
- Ok - contestó el comisario - Dígame entonces qué ve
- No sé bien cómo explicarle. El terreno se ve irregular, pero además es como si sobre el terreno hubiera ondulaciones, desniveles; no sé si me entiende: como si sobrevolara una zona de alta montaña... ¿Me escuchó?
- Continue, sale claro
- Hay restos de estructuras metálicas por todos lados, volteadas por el suelo y esparcidas como si un tornado las hubiese agarrado. Se ve claramente el helicóptero Agusta calcinado a cincuenta metros de la base de la torre: el fuselaje no se desintegró, solo está fracturado... - el piloto hizo un silencio sorpresivo y brusco
- ¿Ve movimiento?
- No, veo cuerpos. Diez al menos. Algunos son de gente del Grupo Gris... por el equipo, digo
Duronea se frotó la mano izquierda contra la frente. El piloto prosiguió con voz serena y controlada esta vez
- También hay resto humanos en el riachuelo. Sólo eso, restos...
- ¿A qué cota vuela? - le preguntó el comisario con tono tenso
- Novecientos pies
- ¿Puede descender un poco?
- Descendiendo, queden a la escucha, fuera
- ¡Escúcheme!, ¿Me copia?
- Sí, sí, cambio
- Fíjese si ve algún claro para aterrizar, pero solo fíjese, ni se le ocurra ¿entiende? No baje a menos de doscientos pies, fuera
- Ni se me ocurrió, cambio y fuera
El piloto comenzó un lento y amplio espiral descendente, guiándose solo visualmente.
En el cerco perimetral, Robacio, Duronea y el resto de los hombres se miraban sin pronunciar palabra.

Levenssen fue de los primeros en reaccionar, de los pocos que podían reaccionar.
Tendido boca abajo fue recobrando el conocimiento poco a poco. Tenía estremecimientos y una pesadez terrible. Sus dedos surcaron el suelo y lo notó simultaneamente en la yema de los mismos y en el cosquilleo de su cuello y rostro: estaba tendido sobre una nueva capa de cenizas. No se sorprendió en un principio, pues su cerebro no asociaba ni recordaba. Cuando recobró algo de lucidez, anonadado trató de incorporarse, pero terribles nauseas le obligaron a tenderse nuevamente, ahora con la vista en el cielo límpido pero opaco. Observó un helicóptero pero en su aturdimiento casi no podía escucharlo.
- Ahhh... - todo daba vueltas como el resultado de una noche de profusa bebida
De pronto dejó caer la cabeza hacia un hombro y, al mirar de lado, las imágenes lo terminaron de despejar: la torre chamuscada y reventada como un cigarro de chasco en su parte superior, los escombros, los vidrios, las rocas... los cuerpos.
- Kurt... - su voz fue un gemido doloroso en la garganta. El anciano alemán yacía sobre un charco de sangre empalagosa de polvo. Cerca de él, mutilados horriblemente, varios electricistas parecían haber sido cortados por gigantescas hojas de afeitar.
- Los ventanales - pensó para sí


Otros cuerpos aparecían con terribles quemaduras.
De pronto, una mano tocó la suya. Giró la cabeza hacia el otro lado: Akanabe lo miraba tendido en el piso al igual que él; profundamente conmocionado, el científico quería hablar pero no podía. Con un supremo esfuerzo Levenssen consiguió sentarse, mareado pero con todos los huesos sanos. Akanabe insistía con los movimientos de sus labios y boca, pero no emitía sonido alguno. El ingeniero lo tranquilizó con un gesto: se llevó el índice a los labios indicándole que no lo intentara más por el momento; después, tambaleante, el ingeniero se incorporó.
- ¡Luis!, ¡Luisito! - Llamó
Uno de los blindados policiales estaba aplastado como por una plancha gigante. Sellado. Compactado. El otro, volcado, es el que estaba o había estado guareciéndolos. Abadi se asomó por la parte posterior del vehículo
- Acá jefe
- Esperá, quedate ahí - le dijo Levenssen con indudable alegría
Palpó todo el cuerpo de Akanabe: aparentemente tenía un brazo roto y nada más; encontró un grueso rollo de aislante adhesivo y se lo inmovilizó contra el cuerpo. Luego con cuidado lo arrastró hacia el vehículo. Abadi se acercó para ayudarlo, parecía ileso pero a punto de llorar. En el interior de los vehículos estaban los geólogos. La mujer mayor se había desnucado y murió con los ojos muy abiertos por la sorpresa y la anoxia, daba un aspecto muy ridículo despatarrada con toda esa impedimenta encima. La muchacha llena de magulladuras temblaba en un rincón.
Una vez que acomodaron al japonés, Abadi se acercó a ella
- ¿Estás bien?
- Sí, creo que sí. Gracias - le castañeteaban los dientes
- Permitime...
- Marisa, me llamo Marisa
La ayudó a quitarse parte del extraño equipo, que arrojaron en el fondo del vehículo.
- Susana está muerta ¿no? - sollozó ella
Él se acercó a la mujer mayor; ni siquiera le buscó el pulso: tenía un bulto azul negruzco en la base del cráneo y el cuello evidentemente fracturado en las cervicales.
- A Susana ya no se la puede ayudar, Marisa - le dijo suavemente
- Entiendo - su voz era sumamente melosa, aniñada; obviamente estaba aterrorizada
- Oh Susy, nooo - Akanabe habló con una voz cercana al quejido; liberada el habla, comenzó a llorar desconsoladamente
Abadi iba a hacer un gesto reprobatorio, pero Levenssen le habló al oído
- Dejalo; no podía articular palabra; así se va a desahogar
El japonés se arrastró hasta la científica. Luis había le había cerrado los ojos y colocado su cuerpo en una postura más digna. Ya a su lado, Akanabe hundió su rostro en el cuello de la mujer y lloró aún con más desesperación.
- ¿Qué te traje a hacer acá?
Uno de los conductores del blindado estaba vivo
- ¿Me pueden sacar de acá?
Atado por un cinturón tipo arnés a su butaca, estaba cabeza abajo. A su lado los brazos de su compañero colgaban como rindiéndose, yermos.
Desataron y bajaron de su asiento al hombre de Aguirre, que estaba rojo por la sangre acumulada en su cabeza. Muy mareado pero ileso, permaneció tendido en el piso de metal con los ojos fuertemente cerrados. Con gran presencia de ánimo, después de unos minutos giró su cuello he hizo un esfuerzo para leer los dígitos de algunos instrumentos del panel de control. Estiró el brazo y probó todas las frecuencias de radio. La "visión roja" no le permitía ver con claridad, de tal manera que le pidió a Abadi que le lea las cifras a medida que cambiaba de canal. Sólo se escuchaba fritura.
- Rota - sentenció - al volcar aplastamos las antenas
- Miremos un cachito afuera - dijo Levenssen - Sergio, ¿Puede quedarse con Marisa?
Akanabe todavía sollozando asintió y con su brazo encintado fue a sentarse al lado de la muchacha sobre el duro piso que había sido el techo metálico del blindado. Los otros tres salieron; los ingenieros ayudando al todavía muy mareado tripulante.
Desoladora era un término correcto para la imagen que ofrecía el exterior.
El uniformado se adelantó por entre los escombros hacia la base de la torre.
- Tomás - Llamó Abadi, dando la vuelta al vehículo. Levenssen se acercó
Como surgiendo del metal, se veían asomar dos piernas y un trozo de frazada: un hombre aplastado por las toneladas de acero del vehículo al volcarse.
- Es Ubaldo - sentenció Levenssen - Seguro - recordaba verlo apoyado en ese punto de la estructura
- La puta, están todos muertos - gimió Luis y otra vez estuvo al borde de quebrarse - ¿Qué hacemos? ¿Cómo salimos de acá? - Girando sobre sí mismo, recorrió con la mirada el talud del pequeño tren, que ahora se presentaba como un segundo collado de roca granítica
Mientras, el policía, que estaba ya al pie de la torre, se arrodilló sobre los restos de Aguirre. Este y su segundo estaban destrozados por la caída de varios perfiles macizos de vigas de la superestructura. Tomó la radio de su superior y volvió junto a los ingenieros.
- Parece que funciona - dijo
- ¿Y los demás? - le preguntaron
- Muertos
- Seguro, ¿todos?
- Ingeniero, los que puedo ver son pulpa. Hay gente bajo los escombros; pero tantos no éramos y veo por lo menos treinta cadáveres
Levensson recorrió con la vista las proximidades, en busca de algún movimineto. El policía agregó
- Del grupo nuestro no queda nadie; tenemos entrenamiento para revelar nuestra posición con las peores heridas y si hubiese alguno inconsciente, llevamos en el chaleco un chip que registra signos vitales- explicó al tiempo que mostraba un objeto que pareciá un encendedor con un lector óptico en la punta - Si esto no destella en trescientos sesenta grados, no hay sobrevivientes en diez kilómetros a la redonda
- Pero...
El tripulante levantó los ojos y vió aproximarse al helicóptero. Trató de modular con la radio de Aguirre, pero no encontraba la fercuencia de la nave. Miró a Levenssen sin prestar atención a la protesta que éste empezaba a esbozar
- Ingeniero, salgamos ya de acá; necesitamos ayuda, nosotros no estamos en condiciones de hacer nada más ¡Salgamos ya! - Urgió
Agitó desesperadamente los brazos. El helicóptero venía bamboleándose como si hubiese un fuerte viento cruzado. Ahora los tres hacían señas y era obvio que el piloto los había visto y comenzó a descender con mucha precaución.
Luis se metió en el vehículo
- ¡Vamos! - entre la chica y él levantaron a Akanabe y salieron
Se arremolinaba ya el viento y arrastraba algunos objetos por el movimiento de las aspas del aparato, que buscaba donde apoyar sus patines...


Continuará...

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