martes, febrero 28, 2006

Piedras Muertas II (Gritos de empedrados lejanos)

La ciudad gris
Los ojos de Susan son de un azul profundo. Son ojos grandes, que afectan inocencia. Fijos, hipnotizados; hoy, meros espejos. Las largas pestañas que los enmarcan, sacuden nerviosamente el polvillo gris que las cubre tanto como a sus pobladas cejas. Es ese mismo polvillo, el que delata los surcos que en su frente talla la angustia. En los espejos celestes, estallan luces verdes, rojas y azules; se cruzan sombras ansiosas que, en monocromía gris uniforme, dejan la impronta de su paso por las retinas acuosas, congestionadas, que apenas contienen el llanto.
Susan está parada sobre el cordón de la acera gris cemento. Los puños cerrados con fuerza, se crispan sobre la tela de jean de sus pantalones. Como parte de la escenografía de una superproducción, se yergue inmóvil y tiesa cuan alta es, sumida en el anonimato dictatorial de la sucia capa gris, que todo lo vela, que a todo desdibuja: árboles, automóviles, marquesinas, plazas, hombres, patrullas, autobombas... Susan, como la mujer de Lot, es una estatua de sal. En esa encrucijada donde la sorprendió el siglo veintiuno hay, sobre sus paradójicos cabellos rubio ceniza, un cartel indicador, que hasta hace unos minutos delataba una esquina de Manhattan sur.

Un hombre atónito mira a Susan. Desde el destrozado ventanal de un despacho del tercer piso, trata de ensamblar percepciones: la muchacha petrificada que mira las ambulancias atascadas; los paramédicos que, corriendo en todas las direcciones atajan a zombies grises que caminan sin rumbo sensato; los gritos casi histéricos de la policía que con urgencia compele a todos a circular, sin saber bien hacia donde; las figuras que surgen reptando bajo los ruinosos vehículos; la sangre que densa, baja desde su cuero cabelludo abriendo brecha sobre sus polvorientas facciones... alza entonces su vista al gris antiguo del condominio del otro lado de la calle y ve el torso del joven que, en la terraza, se toma la cabeza. La sangre se cuela entre el pómulo y la aleta de su nariz y alcanza su labio: tiene un sabor metálico, es densa como el aire que respira, espesa como su aturdimiento.


En el edificio de enfrente, de humildes ocho pisos, un estudiante se abrió paso a la azotea y la historia le regala imágenes dignas del Dante. Cuando la Torre Norte cae de rodillas frente al mundo, lo hace con la parsimoniosa dignidad de un peso pesado, y su antena – asta, saluda ondulante en la ordalía de un final wagneriano: carmesí de explosiones, negro luto de humo espeso; lanzando al olvido el gris claro de su apatía arquitectónica. El muchacho se toma la cabeza, que le da vueltas en confusión y, boquiabierto, descubre al hombre gris que sangra allá abajo, en la ventana del edificio de la acera de enfrente y le interroga con una cara sin expresión. Mira hacia abajo y grita su advertencia a una audiencia diminuta, que no se recupera de la muerte de la primera hermana; es más, comprende que posiblemente no lo saben aún. Solo buscan su voz dos pequeños rostros allá abajo: óvalos gris claro sobre el fondo gris ceniza que ocultó el gris del asfalto. La muchacha junto a la ochava gira su cuello sin mover el cuerpo; el bombero que casco en mano, se ha sentado en el cordón de enfrente, alza su vista, su estupor y confusión. El estudiante rompe el encantamiento y se sumerge tras el parapeto gris: casi lo sorprende la llegada de la nube expansiva. Tose y se ahoga en la asquerosa humedad del polvo de escombros.


Huele a gas y a algún empalagoso combustible aromático. Llega un calor fétido y nauseabundo. Recorriendo a tientas la terraza en busca de la salida, encuentra una canilla; moja un pañuelo, se tapa con él la boca, las fosas nasales y regresa al borde. Las calles han desaparecido bajo la nube gris-blancuzca que se aposenta y se adueña de vivos y muertos. El sol se eclipsa de dolor. Oye al helicóptero que no ve, mientras atraviesa el cielo por sobre el sucio soplo que amortaja la ciudad gris, hoy más fría e impiadosa que nunca... casi muerta.












La ciudad gris, fría y despiadada, tuvo su día de muerte... La ciudad gris, víctima, era el símbolo del victimario lapidario; una secuencia de tres fotos entre las miles de los sites que, como en los links que pongo al pie, aparecieron; me animaron a narrar sobre empedrados que no han hollado mis pies...


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