miércoles, abril 05, 2006

Pueblos, Barricadas y Tempestades (Anoche soñé con Francia)


Torbellino

El 21 comienza en la noche del 20. En el televisor se extingue el discurso fatal. En la plaza, sobre Balcarce, un solitario Fiat Uno negro. En el Uno, tres muchachos de entrecasa. Se bajan. El gordo que maneja y que se parece a muchos de mis vecinos, tiene una corneta de cancha con los colores argentinos. Son los primeros. Acaban de apagar su televisor y de entrar en los restantes. Son la chispa. Es la muerte del “no te metás”. Yo no puedo, azorado, pasar al otro lado de la pantalla. Dubito entre el impulso y el escepticismo, luego, durante 24 horas, me hipnotiza el torbellino. Es un torbellino de imágenes, que usa como separadores las placas rojo sangre de Crónica, o las policiales luces azules de los boletines urgentes de TN. Con mi dedo en el control remoto, cambio las diapositivas.
Imágenes increíbles. Verdades de otros lares. El torbellino las acerca a cámara, las congela en las corneas y las conciencias, y las absorbe hacia la historia. Patoruzú, en jeans y sin poncho; el pecho lleno de Patria; la rodilla en tierra; los brazos abiertos. Con el derecho, planta la bandera frente a los jinetes inmóviles de cabeza azul y reclama la Rosada para la Argentina. Gente. Ollas viejas. Ruido que en círculos expande la bronca en el estanque de emociones contenidas. Más gente, mucha más gente. Eso: gente. Mujeres, madres, kiosqueros, Don Bartolo, la tía fulana, el que maneja el subte, el cajero de mi sucursal, un panchero, diez jubilados, muchos pibes, un cochecito con su bebé... gente junta. Eso que asusta. La Rosada, ciega. Los edificios de la Plaza, acostumbrados como están... tiemblan. Más torbellino. Miles de ganas. Miles de euforias. Mucha alegría por ser miles y miles. El torbellino relampaguea de flashes, de luces. Plaza sitiada de móviles con antenas y cámaras, ojos para un mundo ansioso. Fotógrafos que serán fotos de otros fotógrafos. Espacios que se estrechan. Palomas que han ido a dormir a otros capiteles. Búhos con miedo que observan desde las sombras. Halcones quietos que esperan les quiten sus capuchas. El torbellino trae una orden de no sé dónde y arranca el primer ladrido de gas. La verdad se desnuda y, exhibiéndose, impúdica en su poder, corre a la gente, que pese al gas, la ve más claramente. Las almas más calmas, se reagrupan con nuevos miles de almas en las escalinatas del Congreso. Coreografía histórica. Oleo digital del museo del futuro. Hay almas desatadas. El torbellino las arroja de nuevo contra la Plaza. La verdad desembozada, desenmascarada, se atrinchera y resiste. Ahora todos la hemos visto... y la queremos plebiscitar. Gira nuevamente el torbellino. Fuegos de escopetas. Lenguas de chispas en los lanzagases. Edificios en llamas. Palmeras en llamas. La Plaza arde. Fuego que quema. Fuego que purifica.
Amanece. Una mañana sin palomas, sin vendedores de escarapelas. Fuentes secas. La Plaza, tierra de nadie. Calma de metal. Al mediodía arrecian otra vez los vientos de la historia. Gentes en cívica actitud llegan a la Plaza. Enfrentan vallas que protegen al poder, de la vereda de enfrente. No importa, se sientan. Es la plaza, el lugar del pueblo. Otra vez más almas, espontáneas, tumultuosas, se suman a estas almas. La afrenta es grande, el desafío también. El poder teme al número en su reino de estadísticas y actúa con premura. El desalojo se encomienda a hombres fieles como perros, con la lógica del Dobermann y el horizonte igual de estrecho. El torbellino es un carrusel, donde los caballos pisotean al candor. Es un instante de barbarie en los negativos de turistas atrapados en el reality show nacional. El torbellino se transforma en huracán. El huracán aúlla de dolor. Las imágenes se estrellan, se despedazan contra las lentes. El bastón impiadoso. La intifada vengadora. Procesión en Diagonal Norte. Gastón Pauls, actor. Hocicos de dientes desnudos. Lucha bajo la lámpara votiva. Luis Zamora, diputado. Un grandote brama a un oficial que ha perdido la gorra y argumenta su amenaza, un micrófono separa la furia contenida. Marquesinas rotas. Fabián Carrizo, futbolista. Un teléfono privatizado que arde sin privacidad. Cubiertas humeantes. Teresa Parodi, cantante. Periodistas extranjeros. Vándalos.
Por la avenida, las Madres. Los hombres con escudos vacilan, se apartan; ellas, como siempre, avanzan. El torbellino se exacerba y hace girar un carro hidrante de parabrisas destrozados, que escupe ciego sus órdenes de agua. La gente se organiza. Llegan los de todas las peleas. Un jinete cae. Un patrullero desmantelado. Las piedras arrancan trazos rojos a los hombres de azul y... retroceden. La ilusión pulsea con el escepticismo. El bien y el mal juegan tiempo de descuento. La muerte espera en el banco de suplentes... y entra al juego. Las motos zumban y acribillan. La furia en retirada, quema locales de fast food, vehículos de correos privados, quema símbolos; rompe lo que importa, rompe lo que no importa... rompe. La muerte cegando, desde el asiento trasero de la moto; detrás del blindex del banco; desde el auto anónimo. La muerte entra en juego, pero el desempate no llega... pasa el ojo del torbellino, el viento amaina, la noche acecha, la rabia arrecia esperando que el viento vuelva para expandirla... todas las calles conducen a la Plaza. El poder, que quiere prevalecer, abandona la escena. Traiciona a los actores... a todos.
Yo sigo frente al televisor. La Plaza está vacía. Un canal desde el otro hemisferio, me muestra un corresponsal en la Plaza, que me explica lo que pasa a diez cuadras de mi casa, vía satélite... Se va el helicóptero blanco. Las tomas que lo muestran partiendo, giran con el torbellino que se lo lleva. Cae la noche. Las palomas duermen en la Plaza.

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