jueves, mayo 04, 2006

Pasajeros del Amanecer (frescas pinceladas porteñas)



En el frío amanecer se amontonan silenciosas bajo un extraño conjuro, siluetas que comparten poco – por lo general nada –, más allá de los próximos largos minutos que, en el peor de los casos se prolongan lastimosamente hasta componer una hora o algo más. Son días de julio. Cuellos altos hasta las orejas. Ojos achinados del sueño y del frío, que endurece a las lagañas como broches.
En los últimos estertores de la noche austral, se mantienen próximas a un poste que un foráneo podría confundir con un tótem ritual. Pero no, no es más que la parada del bondi... Las siluetas se conocen de vista; la liturgia diaria del rutinario viaje les llevó a escrutarse con interés creciente; pero aún no hay diálogo y quizá nunca lo haya...
Un candil que se acerca amarillento y bamboleante, arrima filas junto al tótem; mientras tanto varios pares de ojos, en el esfuerzo supremo de la mañana, tratan de identificar el número vacilante e incierto de esta simpática costumbre del desplazamiento público argentino: el colectivo.
Convocados por el destino cruel que los ató al recorrido del inquietante ingenio mecánico, los penitentes miran con desconsuelo el empinado estribo que se revela tras el brutal golpe, con el que pliega la puerta de ascenso un cilindro de aire comprimido que parece tener vida propia. Con un último resabio de urbanidad, los caballeros permiten que las damas de todas las edades sean las primeras en practicar las grotescas flexiones a las que obliga el pesado e inadecuado vestuario para escalar hacia el carromato multicolor, que ruge reiteradas veces apurando disconforme a sus clientes. La poesía de nuestra historia urbana, se agota en los fileteados hitos de la geografía capitalina, que jalonan los flancos del transporte.
Asido del pasamanos el último de los viajeros, nuestro bólido cobra ímpetu. Con los pasos de baile más insólitos, los pasajeros se van acomodando con sus petates colgando y, boleto en mano, van corriéndose para atrás: la señora gorda y tan ágil como una morsa, rebota como bola de flipper sobre los tres o cuatro asientos delanteros de uno y otro lado del vehículo, apretando con su culo rollizo a los desprevenidos contra los burdos costados de la carrocería; el petiso del maletín duro como la baquelita, no llega al pasamanos y hunde su valija en las pelotas del primero parado a la izquierda, mientras que como un trompo va para el fondo; la caderona que calienta la parada todas las mañanas - si se me permite la licencia -, esquiva con agilidad todas las pelvis que como agudas proas se la ofrecen para amortiguar un posible desliz; en fin... dos paradas y cuatro o cinco cuadras después, puede acceder al interior el último infeliz que colgaba del estribo, con los dedos agarrotados y velas de moco helado en la nariz.
La nave tiene su capitán: el bondier. El colectivero porteño, o bondier (y aquí va la etimología del término: catramina = albóndiga = bondi, cariñosamente; y del inglés: conductor del bondi = bondier), es un personaje que discurrió por otra rama de la evolución darwiniana. En efecto, la morfofisiología de este espécimen es un prodigio de la adaptación y la lucha por la supervivencia, a saber: a modo de caparazón exterior o hexoesqueleto, le ha surgido un hermoso asiento con suspensión que adherido a su lomo por bandas de plástico entrelazadas, hacen de él la envidia de los demás desdichados que liman sus costillas contra las toscas y rudimentarias butacas que rígidamente testimonian las irregularidades del empedrado; la larga uña de su índice derecho, es auxiliar indispensable de la boletera cuando de cortar se trata; la notoria separación de los dedos de su mano izquierda, le permiten a un tiempo tocar los veintisiete tonos de la monstruosa corneta de aire que oficia de bocina, dar certeros golpecitos a las palancas que comandan las puertas, manipular las luces interiores y exteriores, contar los billetes en el cajoncito del ventanuco, sacarse la cera de ambos oídos, tomar la planilla de horarios y rascarse la ingle... Sus ojos desorbitados y ladeados, le permiten una visión notoriamente divergente, con arreglo a fines distintos: con el derecho controla que no le ruede por el piso la vieja que baja por atrás, que no se le cuele ninguno de los treinta pendejos atorrantes que suben en tropel en la parada del industrial, que le den el asiento a la mina que subió con un “bombo” de nueve meses, y a la mano rápida para el orto de la dama y la cartera del caballero... ; con el izquierdo chequea el retrovisor cuando se abre a lo guaso de la parada: si no ve nada de su altura, no tiene importancia; vigila las “bigoteras” de los guardabarros mientras serpentea poseso en el tránsito (si pasan los bigotes, pasa todo el bondi) y carpetea si el compañero de atrás se le pegó demasiado y se hace el boludo para rascarse el higo y no cortar boletos... El hábitat de este extraño ser, es misterioso y casi místico; entre la bruma de su cigarrillo de contrabando y la pálida luz de los “violeteros”, se observan todo tipo de imágenes de culto en esta extraña profesión, casi un sacerdocio: el corazón de cristal tallado en el centro del volante nacarado, la corbata del espejo con flecos dorados y la cara de Evita y el General; la mano descansa en la calva de la calavera de ojitos rojos, que hace de bocha de la palanca de cambios y brilla con mirada furibunda en las frenadas; los grandes dados rojos; lo nombres bellamente fileteados de las amadas; los reflejos deformantes de los pulidos cromados del torpedo y las lucecitas de los veinte canales y doscientos watts de potencia, del pasacassette con ecualizador, potenciador, “búfer” y “tuíter”, por el que atronan Aldo y los Pasteles Verdes... San Cono protege a la boleta de quiniela apretado en el plástico del tarifario.
La travesía es épica. A poco del trayecto, el carromato alberga más almas que una tribuna del Maracaná. Como única fuente de calefacción, el calor humano es bienvenido: su procedencia no... la mezcla de perfumes baratos, alientos perrunos y flatulencias anónimas, hacen que la caja del furgón de la perrera parezca un jardín de azahares. El petiso del maletín, desfallece bajo la axila del estibador, donde como mantequilla se derrite un poco de desodorante en barra; la secretaria bonita y atildada que decidió que el señor de sobretodo es el más apropiado para preguntarle una dirección, recibe quince minutos de indicaciones entre las vaharadas de caña “Legui”, con la que este caballero resolvió complementar el abrigo; el cadete adolescente se planto justo con la nariz arriba de la gorda que de tanto maquillaje echa más tufo húmedo que revoque fraguando... De pronto llegan a la zona de cunetas “devora autos”: la empleada del ministerio lucha por sacarse de encima al tipo de los tres laburos que dormido, se le cae encima mientras ronca y se babea con la boca abierta; los cinco infelices del asiento largo del fondo sienten el culo en el aire y unos segundos después los golpea en el alma ese cojín que no es más que una tapa “esconde escoba y balde”, se escapan quejidos y algún postizo; cuarenta estómagos semivacíos, baten jugo gástrico, mate y café: más pedos y halitosis. Afuera muerde el frío y empieza la lluvia, adentro se producen pequeños fenómenos físicos: los vidrios se empañan con profusión; el nene y la enamorada garabatean, el despistado limpia para ver si se pasó, y todos se llevan en las manitos un caldo de cultivo más rico que la penicilina... Algunos se bajan, y afortunados penitentes de a pie encuentran sitio para mover los pies mientras otro más dichoso consigue asiento, ahora bien, toda dicha tiene precio: el semblante agrio se le pinta en el rostro al descubrir el calorcito pringoso que quedó en la cuerina maloliente, la repugnante grasitud del costado de fórmica y la resbalosa transpiración del apoyamanos. La lluvia arrecia. La visibilidad se limita al sucio arco que el diminuto limpiaparabrisas abre al bondier, al compás del quejumbroso y rítmico motorcito. El bólido endemoniado derrapa, zigzaguea, sube y baja en el medio de sonoros splashs. El pasaje contornea la “danza de los borrachos”. Las mortecinas luces se opacan, recobran vida y se extinguen definitivamente con el último chispazo de la batería moribunda. Está muy encapotado y la luz es todavía muy pobre. Los rostros temerosos se recortan en los fogonazos de los relámpagos. De pronto, el tacto es el sentido que alerta: la catramina no es hermética, lloran todos los respiraderos del techo, escupen las guías de las ventanillas, gotean las molduras... Por las varillitas del piso juguetea el líquido viscoso como en una sucia sentina. La humedad aprieta fuerte: del bolsito del albañil escapa el tufito de las milanesas de anteayer que sobreviven para el almuerzo de hoy; en el portafolios del pibe de guardapolvo se delatan el alfajor aplastado, el chupetín usado y vuelto a guardar, un “sugus” del mes pasado, todo sazonado con abundante polvillo de mina de lápiz; y del fundillo del pantalón del jubilado se escapa un aroma de pérdida de vanidad y olvido del jabón. Un tano carpintero prende un toscanito mientras toca el timbre cuatro cuadras y dos semáforos antes de la parada y, de tanto frenazo y arranque, la nena de trencitas se pone verde y al ratito el ácido dulzón del ambiente corrompido avisa que le falló la barriguita... se hace un claro de horror en el pasillo. La puerta de atrás que ya hace rato funciona como un pulmón artificial no basta, manos frenéticas luchan con las ventanillas soldadas por la mugre de los burletes, ¡Ah!, ¡Al fin aire!... las narices se hielan, la ropa se moja, las cabelleras son meros lampazos; los de a pie cachete con cachete sacan el hocico por el ventilete tras la nuca del bondier que repite su letanía: -¡corriéndose para atrás!-
Para algunos es demasiado, faltan diez cuadras pero se bajan. Otros quedarán prisioneros del bólido: mal advertidos de parámetros tales como: velocidad propia, velocidad del viento, velocidad de la luz (al pedo porque el timbre ya no funciona), cantidad de infelices a bajar e intensidad del calambre de la pierna derecha del chofer; sucumben enredados en una marea de cuerpos que se desplaza hacia atrás, perdiendo botones, hebillas, carteras, sombreros, desnudando indignidades propias y ajenas, desnudando, desbraguetando, para terminar siendo un rostro desencajado más en esa fotografía de la desesperación que es la luneta vista desde la parada indicada...
Tarde o temprano, nuestros amigos abandonan el ignominioso ingenio rodante. Y allá van, fácil de reconocer: la recepcionista voluptuosa, con tres botones menos de la blusa, un bretel roto y lágrimas de rímel y frustración; la gorda con media enagua hasta los tobillos, cojeando con un tacón roto; el conserje del hotel con la bragueta abierta, las botamangas llenas de barro y el nudo de la corbata del tamaño de un caramelo “media hora”; el bancario con el chicle pegado en la pantorrilla del pantalón y gotitas de estornudo en el fijador de pelo... poco a poco vuelven a la civilización. Y el bondi va... viene y va, viene y va... es como la barca de Caronte, que nos cruza a diario un ratito al purgatorio para que no olvidemos que el infierno está en esta vida, y si no me cree... ¡extienda el brazo en el tótem de la esquina!
¡Ces't la Vie! mon petit cochons: Channel y pedo de salchichón...

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