Lo que he de narrar carece en estas líneas de fechas precisas, porque en realidad ocurrió y es lo que tiene importancia. Para aquel buceador de hemerotecas y archivos, calculo le será muy fácil contrastar mi relato con la tinta abundante que, vespertinos como Crónica o La Razón, derramaron en obsena catarata de detalles e imágenes; calculo que otro tanto habrá hecho a la mañana siguiente Diario Popular y, sin que haya sido lo que ocupe las tres cuartas partes de la edición como en estos casos, fue extensamente tratado por el resto de los medios.
Como los acontecimientos quedaron vívidamente grabados en mi recuerdo, prefiero que afloren de ellos tal como me llegan, dándoles algunas presiciones para ubicarse espacialmente.
Corría el 1988, año más año menos; yo diría que sería hacia fines del otoño o principios de la primavera; en todo caso da lo mismo. La intersección de la calle Morelos y la Av. Rivadavia, en el barrio de Caballito, casi limitando con Flores (justo ahí donde hoy está todo roto por la extensión de la línea A de subte, a medio camino entre las futuras estaciones Puan y Carabobo), solo tiene dos esquinas de la vereda impar de Rivadavia al 6100, porque Morelos nace hacia el norte y de frente a esa bocacalle se choca contra la mitad de una larga cuadra que va de Curapaligüe a Miró sobre la vereda par de la arteria principal del cruce. En la esquina de Morelos hacia Flores (la oeste); se levanta un edificio de ladrillo a la vista colorado de unos 10 u 11 pisos de altura, que da sobre ambas calles. En la planta baja del edificio la ochava es ocupada por un local que, en ese entonces y por largos años antes y después de estos sucesos, ocupaba una casa de alfombras y tapices y cortinas que, en su marquesina, tenía el cartel tipo cola de pavo real multicolor de la firma "Kalpakian". En la acera contraria de Rivadavia, enfrentando la bocacalle, se encontraba el salón de exposición de una concesionaria; no recuerdo si era una Renault o ya estaba ahí "Antibes", hoy Peugeot, en aquel entonces Sevel. Y de lo que no me caben dudas es que inmediatamente lindera con la concesionaria, había una sucursal del Citibank (¿o era otro Bank Boston?). Esta era la geografía que, debido al quilombo de pasar con el auto por Rivadavia hoy, no he vuelto para verificar; quizás lo haga mañana o quizás lo hagan Uds.
Volviendo al edificio del local de Kalpakián (el de la esquina de Morelos); si aún hoy levantan la vista hasta el último piso, comprobarán que, aprovechando un regio balcón terraza que hace "L" sobre ambos lados, sus propietarios de entonces (o los primitivos, si es que no eran los mismos) habían realizado sobre el mismo un gran cerramiento de aluminio, de forma tal que o les quedó un gran jardín de invierno -si se puede llamar así a un ambiente en un edificio- o ganaron un ambiente o dos, sea para lavadero, plantas o depósito de bicicletas y cambalaches. El escenario ya está dispuesto, levantemos el telón del drama.
Promediaba aquella aciaga mañana que estoy narrando, cuando por frente a las vidrieras de la ochava del local de Kalpakián, transitaba una viejita con su bolsa de mandados; en mi recuerdo se compone una mujer menuda y bastante mayor, vestida con un abrigo gris topo y zapatos de taco negros bajo. Al mismo tiempo, once pisos (más de 33 metros) arriba, un perrito pequeño, blanco grisáseo (se me ocurre algo parecido a un caniche o un terrier pequeño), que pertenecía a los dueños del departamento que he descripto, saltaba rebotando como una pelota contra el cerramiento de aluminio, posiblemente ladrando a los ruidos exteriores e intentando alcanzar la claridad de la parte de policarbonato que hacía de falsa ventana (he visto a estos canes pequeños saltar y rebotar incansablemente). Todo ocurrió en un único, fatídico y sincrónico instante: el animalito saltó y cayó al vacío por una hendidura, abertura o separación entre dos paneles del cerramiento, con tal certeza que impactó de lleno en la cabeza y los hombros de la viejita, muriendo ambos en el acto. Basta una sencilla fórmula matemática, que tenga en cuenta el peso del animal (seguramente entre 5 y 7 kilos); la distancia recorrida en la caída y la aceleración de la gravedad (9,86 m/s²), para calcular la fuerza con la que impactaron los cuerpos, muriendo el animal por politraumatismos gravísimos y estallido de vísceras con las consecuentes hemorragias internas, y la señora por fractura de craneo y cuello, esto último decretando su deceso instantaneo.
Todo ocurrió como un flash. Yacían los cuerpos señalando en direcciones contrarias: el perrito hacia Rivadavia y la señora hacia Morelos. Testigos atónitos, centenares de personas que como traseúntes hay en ese cruce tan concurrido y a una hora de máxima actividad comercial. Parado en la puerta de la concesionaria, un elegante señor de traje que andaría por los seseta años, quedó petrificado frente a la tragedia que se consumó en un brutal segundo frente a sus ojos; se tomó repentinamente el pecho con una mano (en la otra aferraba un maletín) y cayó fulminado por un infarto. El foco de atención de los grupos de curiosos que se empezaban a formar en todas las veredas, giró dramáticamente al otro lado de la Av. Rivadavia; algunos vehículos (los cercanos a las aceras), comenzaban a circular más lentamente porque se notaba que algo grave ocurría y ya se manifestaba ese curioso fenómeno del morbo que nos impulsa a todos a mirar. Intempestivamente, sin motivo aparente más que una reacción desesperada frente a ese tornado de muerte que azotaba la esquina, una mujer joven, de treinta y pico, que estaba parada en la esquina de Rivadavia y Morelos contraria a la de Kalpakian, salió a la carrera atravesando Rivadavia sin mirar ni detenerse, en un gesto desesperado para ayudar a aquel hombre que, como luego se supo, no tenía con ella relación de amistad, parentezco o conocimiento alguno: fue un impulso ciego... No llegó muy lejos, superada una primera fila de coches perezosos, apareció de golpe en la trayectoria de un bondi de la línea 55 que circulaba a velocidad (50 km/h maso) hacia Plaza Flores; el colectivo, un Mercedes Benz 1114 la arrolló y la arrastró casi 100 metros casi hasta la esquina de Curapaligüe donde se comprobó que la muchacha yacía muerta, destrozada. Desde la caída del perrito no habían transcurrido ni cinco minutos...
Señores, la ciudad de la furia es implacable, peligrosa como un bosque de la edad media o los mares de la época de los corsarios, todo lo que en ella creamos, inventamos y disponemos, nos codea con la muerte por nuestra naturaleza frágil y por la cantidad de vectores que se conjugan para que cada paso pueda ser inseguro, fatal. Pero más implacable aún es una certeza: nunca se sabe cual es el último segundo, qué sórdido momento será el último si no intentamos disfrutar de cada uno de los instantes de nuestra vida y hacer sublime nuestra existencia, única, irrepetible. Si después nos toca en suerte el más allá, allá Dios que es Divino y lo dispondrá; yo aún no lo sé, solo tengo Fe.
5 comentarios:
Vivo en la esquina de enfrente, justo hoy quería acordarme cómo había sido esta historia! Muy lindo relato de tan triste suceso!
Largenina es lo más grande que hay. Gracias por estas historias.
Excelente cromica!!!
Que hijo de mil puta, explicaste calles y direcciones que a nadie le importan para contar una historia que podría haber sido más resumida.
Ese día era Sábado y yo volvía de trabajar en el colectivo y vi a la señora atropellada tapada con diarios, tenía una bolsa de mercado. Me enteré después de la tragedia del perro . Sólo quería volver a mi casa y saber que mi familia estaba bien...
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